
La humanidad moderna se define por la tecnología. No sólo porque vive envuelta en una esfera tecnológica -conectado 24/7- sino porque en cierta manera ha reemplazado lo que antes era la religión y la creencia en una inteligencia superior con la ciencia, la tecnología, los algoritmos y la inteligencia artificial. Se ha dicho que ante el poder de compañías como Amazon, Google, Facebook y otras que están siendo operadas con base en algoritmos más que en decisiones humanas, y al hecho de que el mercado bursátil ya es dominado por algoritmos, se puede aseverar que ya somos en buena medida gobernados por las máquinas y sus algoritmos. Esto, hemos pensado, debería traernos no sólo más riqueza y eficiencia, sino mayor prosperidad y felicidad. Pero no ha sido así.
El hecho más contundente que demuestra que nuestra apuesta por la tecnología como panacea no funciona realmente es que estamos a punto de entrar en un estado de emergencia global -si no lo estamos ya- en el que la mayoría de las formas de vida corren el riesgo de desaparecer. Esto es algo que sólo nuestra dependencia a la tecnología, ligada a una economía capitalista de crecimiento infinito, ha podido hacer. Se trata de una especie de pacto fáustico, en el que literalmente le vendemos el alma a la tecnología (alma entendida en su concepción original: vida). Sobre este tema, el teórico de medios Douglas Rushkoff ha hablado con gran lucidez.
Richard Powers, uno de los escritores más destacados de los últimos tiempos en Estados Unidos, fue recientemente entrevistado por El País, y dejó este párrafo que sintetiza de manera perfecta lo que nos sucede:
Hay que decir que ni Powers ni Rushkoff abogan por regresar a un mundo pretecnológico, algo que sería una fantasía aún más grande que creer que la tecnología nos va a salvar. Lo que es necesario es un cambio de actitud esencial en las personas, un nuevo humanismo, en el que se ponga en primer lugar en toda consideración a la vida misma. Una verdadera economía sería una ciencia de la casa, una ciencia de saber cuidar la casa, no de ganar más dinero, pensando que eso podrá salvar la casa de todos los desastres que estamos invocando. En otras palabras lo que se necesita es una cultura de la ecología profunda, que es una armonía entre los seres vivos, consciente de la interdependencia. Para ello es necesario entender que perseguir, como Rockefeller, ese "un poco más" (en el más craso autoengaño samsárico), asegura siempre la insatisfacción y actualmente quizá la destrucción.
Fuente: pijamasurf.com
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